Aún recuerdo la vehemencia con la que doña Irina Yebenes (entonces Directora de la Escuela de Animación de la Universidad Veritas) corregía —con la mejor de las intenciones— a cualquiera que se atreviera de hablar de “la industria de animación en Costa Rica”. Para esos años, allá por el 2017, ya habíamos producido varias series de televisión con presencia en mercados internacionales. Además, estábamos dando servicios a productoras canadienses y estadounidenses de animación. Aún así, según doña Irina, aquí lo que teníamos era apenas un subsector. Algo demasiado pequeño como para llamarlo “industria”…
Las cifras y estadísticas de la Cuenta Satélite de Cultura, de la Unidad de Cultura y Economía del Ministerio de Cultura1 parecían estar de acuerdo. La animación era apenas un subsector dentro del sector Audiovisual de la Economía Creativa en el país. Los más de tres mil millones de colones en producción cultural que el subsector de animación digital, videojuegos y multimedia generó en ese 2017, eran una suma significativamente menor que los más de trescientos sesenta y cuatro mil millones que produjo el sector audiovisual en general. En ese entonces, la producción de animación representaba menos del 0,2% del sector. Aún así, el orgullo nos invitaba a querer usar la palabra industria. Nos parecía que éramos parte de algo más grande, algo internacional. La corrección de doña Irina, aunque precisa, nos dolía.
Pero, ¿y si estuviéramos hablando de la animación con las palabras equivocadas?
Hay términos que usamos por costumbre, sin pensar en lo que comunican. Uno de los más comunes es este: la industria de la animación. Pero, ¿y si esa palabra estuviera empobreciendo la forma en que entendemos nuestro trabajo?
Durante años he oído (y usado) esa frase sin detenerme demasiado: “en la industria de la animación…”, “la industria está cambiando…”, “tenemos que destacar en la industria…”. Es el lenguaje de las escuelas, de las ferias de empleo, de los informes ejecutivos.
Pero con el tiempo me ha empezado a incomodar. No porque sea técnicamente incorrecta —sabemos que hay empleadores, economías y procesos estandarizados detrás de la animación— sino porque esa forma de hablar revela una forma de pensar. Una forma que, si no examinamos, puede alejarnos del propósito, la excelencia y la humanidad que nuestro oficio merece.
El término “industria” trae consigo ciertas asociaciones: eficiencia, producción en masa, reemplazabilidad, métricas de rendimiento, estructuras jerárquicas. Es lenguaje tomado del mundo de las fábricas, donde lo importante es cuánto puedes producir, qué tan rápido y a qué costo.
Es deshumanizante.
Cuando trasladamos ese lenguaje a la animación, corremos el riesgo de despersonalizar nuestro arte. Dejamos de hablar de personas que cuentan historias con imágenes y sonido, y empezamos a ver a las personas como números, a hablar de animadores como si fueran engranajes. Por eso nos resulta tan fácil (y debo de admitir que puede ser peor en producción) hablar de pipelines y KPIs.
Reducimos al animador a un eslabón, no a un creador o un artista. Y aún más grave: olvidamos que nuestro trabajo tiene un componente profundamente humano e inherentemente digno. Nos olvidamos de que todos somos hechos a imagen y semejanza de Dios.
Nos acostumbramos a medir nuestro valor por la calidad técnica y la velocidad con la que entregamos un shot, no por la belleza, la verdad o el bien que logramos comunicar con él.
Entonces, ¿cómo deberíamos hablar?
Quizás no hay una única alternativa, pero sí hay formas mejores. Podemos hablar de la práctica de la animación, de la comunidad de creadores, del oficio del animador, del ecosistema profesional, o incluso simplemente de animación.
Lo importante no es encontrar una etiqueta perfecta, sino recuperar el lenguaje que nos permita ver nuestro trabajo como algo que involucra creatividad, vocación, colaboración y propósito.
Desde una perspectiva cristiana, creemos que nuestro trabajo no es solo un medio para ganarnos la vida, sino una oportunidad para reflejar la imagen de Dios en nosotros como creadores. Nuestro arte no puede reducirse a métricas de producción. Tiene el potencial de comunicar verdad, belleza, esperanza. Y eso no cabe bien en moldes industriales.
Por supuesto, hay contextos donde usar “industria” es útil o incluso necesario —por ejemplo, en análisis económicos o contextos laborales formales. No se trata de eliminar la palabra del todo, sino de ser conscientes del mensaje que transmite. Y sobre todo, de cultivar una forma de hablar (y pensar) que honre mejor la naturaleza de nuestro trabajo creativo.
Así que, los invito a hacer un pequeño ejercicio esta semana: escuchemos cómo hablan nuestros colegas, los otros animadores, los profesores, los jefes. ¿Cómo describen nuestro campo? ¿Qué palabras usan? ¿Y cómo podríamos empezar a hablar de la animación de una forma más humana, más precisa, más esperanzadora?
Hablemos como creadores. Hablemos como personas llamadas a marcar una diferencia. Porque si las palabras dan forma a la realidad, entonces vale la pena cuidar cómo hablamos de lo que amamos.
Unidad de Cultura y Economía del Ministerio de Cultura y Juventud, Cuenta Satélite de Cultura, https://si.cultura.cr/cuenta-satelite-cultura